El canto del cisne

Amaneció, como hace días venía ocurriendo, el aire sucio, el viento lleno de tierra y hojas muertas. El cuerpo me pesaba, anciano y desvencijado, casi tanto como el ánimo. Sentí el rumor de los vehículos algunos metros más allá, y aspiré sus desechos asquerosos. El pasto se había humedecido con la noche brumosa, y el saco de plástico negro que descansaba a mi lado estaba frío. Haciendo un esfuerzo, casi sobrehumano, me incorporé y miré la calle por donde corrían indiferentes todos los animales metálicos, rugiendo sus prisas, exigiendo su paso. Sentí que me dolían todos los huesos del cuerpo, y noté que las figuras no lograban hacerse nítidas en mi cabeza.

Fotografía propiedad del Museo Picasso (N° 63) Caminé lentamente, arrastrando mi saco. No sabía si resistiría otro día. Junto a mí, sin verme, caminaba, mirando la hojarasca, otra mujer. Leía sus pensamientos. No como se lee las letras, no como se oye una queja. Era imagen densa, era peso en el pecho, era desamor, desapego. Sus palabras decían: "Sola". Vi sus evocaciones: Niña entre ramas, de un enorme palto. Sola. Alrededor no hay nada. Sólo muy lejos como de plata, una ventana. En ella se mueven ausentes, silenciosas, dos siluetas ancianas. Ella dice, mirando el cielo deslavado: "Pájaro de cristal". Así, pensaba en mi, mientras el sucio viento urbano eleva tierra y humedad, hojarasca y papel de diario. No me ve mientras camino a su lado, pero me va invocando.

Voy leyendo sus pensamientos: El pájaro de cristal vuela desde el palto a la ventana de plata. Nunca llega, las siluetas se apartan. El pájaro canta: "Sola" canta. "Sola, ¡no me importa!". Las alas de cristal se trocan en madera. Las alas se astillan, se caen sus hojas. Los ojos de cristal las miran, el canto repite: "Sola, sola... sola...". El vientre del pájaro se convierte en pesado metal verde. Cae, sola, canta... El pájaro de madera, de vientre de metal, tiene ojos de piedra: No ve el camino y le arden las plumas dentro del cuerpo: ¡Quiere morir!. Siento que me llama. Estamos sobre el puente, mirando el agua. Le quiero decir: "¡Salta!". Entonces me mira y me ve: ¡Me abraza!, como si me amara. Sin querer le digo: "Sólo vivir más: ¡Mata!". Me suelta sorprendida, y escapa. El viento azota mi cara, el día es oscuro, ya casi llueve, me voy arrastrando mi saco negro. A lo lejos veo a la joven, corriendo. Un aura iridiscente va creciendo a su alrededor mientras se me aleja. Allá está la gente.

Kepa Uriberri