El mito de Orión, Mérope y su padre




Escribía, en aquel tiempo, una novela cuyo protagonista era un esquizofrénico, que encerrado en su celda del Hospital Psiquiátrico, mira por la pequeña ventana de su encierro y crea un universo inmenso allá afuera, en el que se desarrolla una revolución universal. Para mejor documentar al personaje, visité al director de ese hospital, el afamado psiquiatra Eugenio De Fozz.

Conversamos largamente ese día, de mucho más que la esquizofrenia y mi personaje, en una mesa del segundo piso de la ya desaparecida Hostería de la Fortuna, en la avenida del mismo nombre. Ya tarde, hacia las dos o tres de la madrugada, por alguna razón de la que no guardo recuerdo alguno, hablábamos de los amores y sus avatares. Como buen ignorante, y haciendo uso de la audacia que esta otorga, me atreví a opinar que desde el sillón de la psiquiatría sólo existiría dos amores, a saber: El de Edipo, del hombre que se enamora de su madre y el de Electra, de la mujer que se enamora de su padre.

Eugenio, siempre socarrón en su sabiduría casi inconmensurable, me quedó mirando durante un momento que me pareció que duraría toda la larga madrugada, con los ojos enrojecidos de noche y licor, y dijo:
— ¡Mhijitooo...! usted como buen zapatero es un eficaz escritor (no olvido que usó el calificativo eficaz y no gran, o excelente, u otro parecido, de manera que sólo sonreí), pero de mitos, arquetipos y psicología, sabe apenas tanto como el viejo Sigmund. De entre los muchos otros, que el padrecito Freud no dominaba, hay uno muy principal y frecuente, casi tanto o más que los que mencionas, del que debemos cuidarnos especialmente nosotros, los bellos machos—; y procedió a relatarme el siguiente caso:

Érase un viñatero inmensamente rico y afortunado, casualmente llamado Enopión. Su riqueza provenía, si duda ninguna, de sus viñas y de sus muy excelentes mostos que llegaban a ser los más exquisitos vinos de la región, del país, del continente y casi del universo. Pero su fortuna, así lo creía él, era el tener la más hermosa y gentil hija a la que ningún otro padre podría llegar a aspirar. Mérope, la hija en cuestión, enamoró con su gracia inconmensurable a Orión, un profesional de éxito discreto y de alcance inferior a juicio de Enopión.

Cuando su magnífica hija le confesó que amaba a Orión, Enopión sintió que le clavaban una daga en el corazón, por cuya herida comenzó a escapar su felicidad y satisfacción.

Jamás, Enopión, podría violentar a su hija amada, de modo que no se opuso a los avances amorosos de Orión en tanto éstos fueran inocentes y virginales. No obstante, con sabio cinismo, comenzó a someterle a pruebas, cuyos resultados siempre pondrían en evidencia las limitaciones de Orión, de manera que Mérope renunciara a su amor, pero ella seguía amándolo. Entonces Enopión emborrachó con sus magníficos vinos al enamorado, para poner en evidencia sus debilidades. Pero Orión envalentonado por los vapores del alcohol, se coló en el dormitorio de Mérope y la poseyó lleno de gozo. Ella creyó que era bueno.

Enopión montó en cólera y creyó que la venganza estaba justificada y le dio más y más vino a Orión hasta que este perdió la conciencia. Entonces le arrancó los ojos y lo arrojó a la calle. A Mérope la enclaustró en un convento bajo votos de castidad y silencio, donde sólo él la podía visitar y así fue feliz para siempre.

— Este relato, ¡mhijitooo!— me aseguró el doctor De Fozz, — está basado en el mito de Enopión y Mérope que da nombre al complejo de Enopión, relativo al padre que se enamora de su hija.

Kepa Uriberri