Psicodrama: Cataclismo

El psicodrama no es una fórmula de perdón, no redime ni absuelve. El psicodrama no es una liturgia sacramental, sino apenas una metáfora de un espejo.





Mi mujer -dijo-, había partido en el otro auto a eso de las cinco de la tarde. Se había llevado casi todo el equipaje y por eso no tenía espacio para llevarse a mi madre, a mi sobrino de ocho años y a Leididí, que entonces tenía cuatro recién cumplidos. Todavía había algunos globos de colores, inflados, dando vuelta por la vieja casona de barro y paja, desde la fiesta que habíamos celebrado hacía un par de semanas. Yo me había quedado para terminar de ordenar todo, limpiar y cerrarla , al termino de las vacaciones. Partiríamos al día siguiente a primera hora.

Esa noche acostamos temprano a los niños. Mi madre también se había dormido. Yo me quedé viendo el festival en la televisión y me dormí con el televisor encendido. A las tres y media de la mañana la transmisión había terminado hacía bastante rato y el aparato sin señal zumbaba mostrando nieve. De repente sentí un rumor sordo, como si alguien quisiera abrir la puerta del dormitorio con urgencia, pero sin girar la manilla. Ese ruido me despertó y recuerdo que entre sueños vi la pantalla encendida y un primer pensamiento, aún sin elaborar, me dijo que eso era lo que me había despertado y que lo otro sólo era parte de mis sueños de los que no terminaba de salir todavía. En un segundo instante me di cuenta que el estremecimiento de la puerta continuaba, mi cama temblaba y el ruido sordo también provenía del fondo del suelo, desde debajo de la casa misma y de las paredes. La luz de mi velador había quedado encendida y a través de la iluminación amarillenta y débil que proyectaba, noté que el aire estaba lleno de tierra, como la que se levanta cuando se sacude las alfombras, pero mucho más densa. Algo cayó de la pared a mi izquierda. No recuerdo si fue un cuadro pequeño, o un trozo de barro y paja cubierto de cal, del enlucido. Entonces estuve completamente despierto y dije: ¡Terremoto!. Mientras me levantaba, para ir a ver a mi hija, oí cómo comenzaba a desmoronarse la casa de adobe y se apagó la luz y el televisor. A tientas salí de mi dormitorio gritando: ¡Corran! ¡Salgan! ¡Es un terremoto! ¡Arranquen!

De alguna manera, en la oscuridad total, mientras me caían trozos de escombros en la cabeza y espalda, logré llegar al dormitorio de Leididí y sacarla en brazos al patio, alejándola del peligro. "¡Papá! ¿Qué pasa?" me repetía y temblaba entre mis brazos. No tenía tiempo de explicarle, de manera que la dejé a salvo a unos seis metros de la casa y volví, para ocuparme de mi madre y mi sobrino. ¡Quédate aquí y no te muevas!, le dije.

Mientras me contaba los hechos se le agitaba la respiración. Noté que se le habían dilatado las pupilas, como si estuviera otra vez viviendo el desastre. Se agitaba en la silla y se agarraba a los brazos de esta, dando la impresión que hubiera caído en un especie de trance hipnótico. Pensé que era extraño que guardara un recuerdo tan vívido después de tanto tiempo de ocurrido los hechos y que conservara tan presente el golpe traumático. Reflexioné que esos recuerdos quizás habían vuelto, ahora, asociados a algún otro trauma reciente que podría haber desatado esta crisis que todavía no aparecía en su relato. Tomé nota de ésto distrayéndome de su narración por un momento. Cuando volví a prestarle atención decía: Apenas la divisé entre el tierral que la caída de los muros y el techo habían producido, a la luz de la luna llena. Sujetaba con ambas manos un muro grueso y pesado, que amenazaba caer sobre ella y mi sobrino. Poco a poco el peso del muro le iba ganando, de manera que en cualquier momento les caería encima y los aplastaría. Corrí entre los escombros hacia ellos y sujeté el muro con la espalda, empujando para tratar de hacerlo caer hacia el otro lado. Entonces vi a Leididí, que me había seguido, saltando sobre los pedazos de adobe caído. Le grité que se apartara; que se fuera, pero no me hizo caso. Se quedó parada ahí, mirándome desconcertada. De repente la tierra cedió y ella cayó en una ancha grieta que se había abierto bajo sus pies y desapareció de mi vista.

Escondió el rostro entre las manos y pareció dejarse arrastrar por la emoción del recuerdo. Estuvo largo rato en silencio en esa posición. Respeté el dolor de sus recuerdos y esperé a que recuperara el control. Cuando al fin levantó la cara, tenía una expresión extraña, quizás de desolación, o de culpa, pero en ningún caso de tristeza. Sus ojos estaban secos y las manos cayeron laxas, abatidas a los costados de los brazos de la silla. Miraba hacia mí, pero sin llegar a alzar la mirada hasta mis ojos. Continuó: No tenía el tiempo para decidir a quién salvar e hice lo más inmediato. Sujetando el muro sobre mis espaldas los tomé a ambos y los empujé fuera del alcance de la caída; luego salté a un lado. Pedazos del muro me golpearon un hombro y la espalda, sin embargo no sentí nada hasta mucho después. Corrí al lugar donde había visto desaparecer a Leididí. Los escombros y la tierra no me dejaban ver dentro de la ancha grieta donde había caído. A tientas bajé, sin saber qué profundidad tenía. Era una rajadura de unos cuarenta centímetros de ancho y casi de mi altura y varios metros de largo. Tanteé el interior, llamando a Leididí, pero no me respondía. De pronto sentí la tibieza de un brazo casi enterrado y lo tiré hacia mí con desesperación. Tenía encima varios trozos de tierra sólida y la cabeza estaba metida en la tierra. Despejé su cara con las manos y entonces tosió. Sentí que una corriente helada me recorría el cuerpo y hubiera querido echarme sobre ella y llorar. Pero me sobrepuse y la desenterré.

Una vez fuera de la grieta la apreté contra mí y me dejé caer con ella en los brazos. Los dos lloramos: Ella de susto, yo de alivio; durante mucho rato.

Durante mucho rato se mantuvo, ahora, en silencio, con la mirada clavada en el suelo, como si ahí se proyectaran los recuerdos que lo paralizaban. Quiso continuar, pero sólo emitió un gemido. Intentó mirarme, como si me pidiera disculpas, pero no pudo. Cuando al fin se sobrepuso al ahogo que le atenazaba la garganta, dijo, como si hubiera obviado parte del relato, que sólo él había visto en lo profundo de sus recuerdos: La lavé en la cañería rota de la que escapaba un hilo de agua. La cara, el pelo, sus brazos. Los sentí tan tibios y suaves, como si nunca los hubiera tocado antes. Le quité la ropa y la lavé entera, hasta que le saqué toda la tierra en la que había quedado sumergida y estuve seguro que ya no podía tragarla como casi lo había hecho. Era tan linda mi pequeña Leididí, princesita, tan suave, de brazos tan redondos, de espaldas de ángel y pies delicados, que la besé; primero en las mejillas, después en las manitos pequeñas, también en los piececitos y las rodillas. La besé con desesperación, pensando que pude haberla perdido cuando por un momento privilegié a mi madre y mi sobrino, mientras ella era tragada por la tierra en su feroz acometida. ¿Es que acaso quería disculparme? ¿Quería su perdón? -dijo y me quedó mirando como si esperara una explicación-. En verdad lo quería -continuó-, pero a la vez sabía que no podía darlo y por eso actuaba como un loco y no podía dejar de besarla en todo su cuerpecito frágil y estrecharla, desnuda, contra mi pecho. Ahora sé que no debí hacerlo, pero entonces yo estaba fuera de mi.

Otra vez me miró como si esperara que yo dijera algo que calmara su espíritu. ¿Por qué no? -le pregunté, para animarlo a continuar. Sabía que le faltaba todavía mucho que decir, que pretendía ahorrarse. Era una forma de mentirse a sí mismo y de reprimir su culpa. En su mundo interior había una estrategia inconsciente que buscaba mi perdón, por cuenta de su hija. De alguna manera el esperaba que yo lo bendijera y le dijera: "Ego te absolvo a peccatis tuis...". Si yo lo absolvía ahora, como quería, todo lo no confesado quedaba también absuelto y oculto. Él no tomaba en cuenta que yo no era un confesor, ni un consejero y que todo lo que pudiera esconder sería en contra de sí mismo. Insistí:- ¿Por qué no debió hacerlo?.

Se encogió de hombros, abrió los brazos y también, mucho, los ojos, como sorprendido. No sorprendido porque no recibía el perdón que quizás buscaba, ya que ese era un albur, una jugada estratégica incierta y por lo demás, no del todo consciente. Sorprendido, creo, porque le devolvía la responsabilidad del juicio, de la sentencia y la penitencia. Dijo: Ella sólo percibía el peligro y la salvación. No creo que pudiera percibir si yo había decidido salvar a mi madre, en desmedro de ella. No sabía si yo había actuado mal. Sólo me miraba extrañada y asustada de que yo le pidiera perdón. ¿Comprende? -concluyó-, transfiriendo otra vez la responsabilidad del perdón. Sólo asentí, rechazando la petición implícita de absolución. Quedé a la espera de su relato, durante un tiempo largo. Entendí que estaba al borde del precipicio de la culpa. Tal vez ya no tenía alternativa; o saltaba al abismo de su confesión, o reprimía la culpa. Esperé hasta hacerle intolerable el transcurso del tiempo; hasta hacer evidente que estaba al borde de la visión de su culpa.

A los siete años una niña no se suicida -dijo, bajando la vista- ¿Qué motivos podría tener? ¿Qué sabe de la vida y la muerte?; y volvió a hundirse en el silencio. Lo dejé así, intentando saltar el abismo y no quise pedirle que me confirmará si la niña se había suicidado. Por fin dijo: Quizás ese día, sepultada en la tierra, conoció la muerte. Yo la conocí; la creí muerta. Toda aquella noche la pasé abrazado a ella, como si tuviera que sujetarla para que no muriera. Arreglé unas frazadas en el suelo y dejé a mi madre y mi sobrino durmiendo en la camioneta. Leididí y yo nos acostamos bajo el cielo inmenso del verano. Ella en silencio. Yo la apretaba contra el pecho y la acaricié como si nunca más la fuera a tener. ¿Me entiende? -Asentí; entendía. Hubiera querido interrogarlo, estremecerlo, obligarlo a hacer su confesión, pero habría entonces, de alguna manera, compartido su culpa y lo redimiría, sin confesión-. ¿Pero me entiende que yo la veía sepultada? Aunque ya estaba a salvo, sentía que todavía debía salvarla de la tierra que casi la había tragado. Por eso la lavé entera, hasta dejarla limpia. Pero no podía soltarla. Si la soltaba, pensaba que podía volver a hundirse en la tierra. Yo estaba enajenado, pensaba de ese modo. No podía dejarla y se lo dije: "Nunca voy a dejarte. Tú eres mía, eres mi Leididí, princesita". No sabía como sujetarla, como hacerla mía siempre y la acaricié entera para conseguirlo. Quería que durmiera, para que no tuviera miedo, pero no decía nada y sólo me miraba con los ojos muy abiertos. Yo no quería dañarla, quería protegerla, por eso la apretaba contra mi pecho. Necesitaba sentirla ahí, tibia, viva. La besé en los ojos y la boca y ahí, acostado junto a ella, bajo el cielo, lloré sobre su pecho y le pedí perdón.

¿Cree que ella entendió, entonces, qué era morir? -le pregunté-, de manera que volviera al suicidio que había mencionado: "A los siete años una niña no se suicida"; pero no había quedado claro si lo había hecho o sólo había sido un intento fallido. De hecho a esa edad es raro que una niña comprenda el sentido profundo de la vida como para ejercer un acto voluntario sobre ella, no obstante si la niña había tenido una experiencia muy traumática, cercana a la muerte, podría entenderse la precocidad de un intento. Encogió los hombros y dijo: Tal vez sí; y volvió al mutismo. Intentaba mirarme a los ojos pero no llegaba a hacerlo; como si su mirada fuera muy pesada, volvía a caer al suelo. Sentí que intentaba ser creíble, pero que a la vez temía descubrirse. Había dos abismos enormes, que no podía saltar: Uno conformaba la culpa el día del terremoto, el otro parecía ser consecuencia de aquella culpa, pero sólo se había materializado en el suicidio eventual, del que no hablaba aún. ¿Por qué querría ella morir? -insistí-. Suspiró. Quizás sentía que había llegado a un callejón sin salida. No sé si aliviado o rendido, al fin levantó la vista y dijo: Por mi culpa.

Lo miré esforzándome por no mostrar emoción alguna, aunque sentía que habíamos llegado a un clímax que me aceleraba el pulso. No podía ser yo quien lo descubriera. Tenía que ser él quien venciera el profundo pozo de su culpa, que la extrajera de ahí, la mostrara, la examinara, la sincerara y comenzara a procesarla. Dijo: Ella me culpaba, no podía perdonarme y no quería vivir así. Ya no podía, y sabía que yo no podía seguir con tanta culpa. Inclinó la cabeza en un gesto penitente y otra vez sentí que buscaba la salida fácil. Buscaba la absolución.

Me puse de pie, me alejé y le di la espalda. Le dije, vuelto de espaldas: Usted viene aquí por ayuda. ¿Sobre qué quiere que le ayude? ¿Sobre el trauma que produce el terremoto en Leididí? ¿Sobre las causas de su intento de suicido? Entonces tráigala a ella. ¡Imposible! -contestó-, está muerta. Se disparó un tiro en la frente con mi pistola. Sentí que odiaba a ese hombre. Él era culpable y sólo venía a buscar un perdón que sólo podía buscar en su conciencia. Hábleme de esa culpa -dije-, esforzándome por no ser violento.

Esa noche; la del terremoto, estaba fuera de mi. No sabía lo que hacía. Sentía que no podía dejarla sola, a la vez sentía que le había fallado, que la había descuidado por salvar a mi madre. Estaba confundido. La abracé y la estreché contra mí porque sentía que debía protegerla... hacerla parte mía, para no volver a dejarla sola. Por eso me acosté con ella: Para cuidarla. Eso quería: ¡Cuidarla! Lo último que hubiera querido era hacerle daño; al contrario. Pero estaba fuera de mi, no sabía lo que hacía. Necesitaba tenerla a mi lado y me confundí. Quizás quise fundirme a ella, para que no pudiera separarse jamás de mí y así cuidarla siempre... Sé que es una locura, que es irracional. Sé que no debí hacerlo, pero no sé en qué momento ... no sé por qué... sólo sé que no quería hacerlo. ¡Pero lo hice! Ella guardó silencio. Sólo me miraba con los ojos muy abiertos. Ni ella ni yo pudimos dormir esa noche. Yo no sabía qué sentía: ¿Culpa? ¿Horror? ¿Miedo? ¿Arrepentimiento?... y ella sólo me miraba con los ojos muy abiertos. No durmió en toda la noche; sólo me miraba, como si no comprendiera lo que habíamos hecho, como si esperara que yo le explicara; pero no podía. ¡Como podía explicarle algo así!. No podía explicarle algo que yo no comprendía tampoco. Jamás hubiera hecho algo así, pero había estado como poseído por un impulso que me dominó... ¡Nunca debí hacerlo!.

Después, Leididí no podía dormir, tenía pesadillas. Mi mujer iba a verla y se quedaba con ella; la tranquilizaba y la acompañaba para que se durmiera. Pero volvía a despertar aterrada. Después de varios días así, ella me dijo: "¡Anda tú! Yo ya estoy cansada de hacerlo todo en esta casa. Hago el aseo, cocino, lavo ropa, plancho, voy de compras... ¿Cuándo descanso yo? ¿Acaso ella no es tu hija también?". Yo no quería ir. Tenía miedo. Traté de negarme y dije que ella era mujer, que se entenderían mejor. Pero insistió en que era un abuso. No obstante, me negué. Entonces ella la trajo a nuestra cama y la dejó a mi lado: "Al menos hazte cargo" dijo, y dándonos la espalda se durmió.

Hubiera querido retroceder el tiempo; hubiera querido cambiar el destino; pensaba por qué no dejé la casa vieja de verano como estaba y me vine antes del cataclismo. Si lo hubiera hecho, nada habría sucedido. ¿Qué gané con ordenar y limpiar una casa que se vendría abajo junto con mi vida? Me preguntaba, también: ¿Por qué me había sucedido a mí? ¿Por qué a Leididí? y sentía que era injusto que mi mujer apelara a su trabajo y su cansancio, cuando yo tenía motivos mucho más sólidos para negarme a atender a nuestra hija; pero, además, no los podía confesar. Cada uno se enfrentaba a sus propias circunstancias, pero ella, de manera egoísta, no veía más que las suyas. Hubiera querido decirle qué me pasaba, pero no podía. Fui cobarde y nunca lo hice.

Leididí no dormía. Sólo me miraba con los ojos muy abiertos. Yo veía, en la oscuridad, el reflejo de alguna luz débil, que se filtraba por la ventana, en el blanco de sus ojos enormes y pensaba que habían traído al corderito, para guardarlo del peligro, a la guarida del lobo. Tenía miedo, sentía culpa y la estrechaba contra mi cuerpo, como si quisiera protegerla de otro enemigo y lloraba. Leididí me miraba con sus ojos enormes, sorprendidos. Quizás ella también se sentía culpable en su conciencia de niña que no llegaba a comprender lo que estaba sucediendo. Yo la estrechaba y lloraba y le decía: "¡Perdóname mi niñita princesa, mi Leididí; tú no tienes la culpa!". Ella no decía nada; sólo sus ojos grandes me acusaban en la oscuridad y su cuerpo pequeño y tibio, como un pajarito, se quedaba inerte junto al mío.

Después todos nos acostumbramos. Cuando ella despertaba en la noche, llorando, yo iba a su cama y la consolaba en la oscuridad. Ella me miraba con los ojos muy abiertos y se quedaba quieta hasta el amanecer.

Alguna noche despertó silenciosa. La sentí dar vueltas en su cama. Esperé a oír sus gemidos en sus pesadillas; pero nada ocurrió. Sin embargo la sentía revolverse en su cama, durante mucho rato. Finalmente me levanté y fui a su dormitorio. Me miró en silencio; pero su expresión era distinta. Ya no miraba con esa expresión de vacía sorpresa, como mira la liebre acorralada al felino cazador, sino con una de rechazo, llena de furor interno, aunque impotente. Cuando quise meterme en su cama me rechazó: "¡No!" dijo, "¡No quiero! ¡Ándate!". Intenté calmarla. Soy yo, tu papá, mi princesita Leididí. No voy a hacerte nada malo, contesté. "¡Ándate!" insistió, levantando la voz, "¡Si no te vas grito, para que venga mi mamá!" Sentí terror de su amenaza y sin decir más, me fui. Desde entonces no me dejaba acercarme. Por las noches la sentía despierta, se daba vueltas en su cama y no dormía hasta el amanecer. Tampoco yo. A veces me levantaba y salía al jardín para no oírla revolverse en su cama. En la oscuridad miraba las estrellas y recordaba la noche del cataclismo y reflexionaba en el destino absurdo. Si hubiera vuelto y hubiera dejado la casa desordenada y sucia, nada habría pasado. Se habría desplomado igual, pero sólo la casa. Ahora se había desplomado la casa, mi vida y la de Leididí. ¿Por qué no se quedó donde la había dejado? ¿Por qué me siguió? Si no lo hubiera hecho, nada habría pasado. Incluso reflexionaba que en el peor de los casos, si hubiera muerto sepultada en esa grieta, si no la hubiera podido rescatar, se habría evitado todos los años que habían pasado de sufrimiento para ella y de culpa para mi. Pero ahora ya no había solución. A veces fantaseaba con quitarme la vida y dejarla libre al fin. Pero después reflexionaba que era inútil, que Leididí ya estaba marcada para siempre, sin importar lo que yo hiciera. Ya destruí su vida, me decía. Es como si la hubiera sepultado en vida el día del cataclismo. Yo no la rescaté, la asesiné y la condené al infierno para siempre. Sólo va a descansar el día que muera de veras. Quizás debí dejar que muriera en esa grieta, pensaba. ¿Y si ese era su destino y yo sólo lo destruí? Quizás estamos pagando por haber quebrado el destino, me decía. Sin embargo eso no era lo peor. Lo peor era que yo la deseaba. Más aún, la necesitaba. Era un impulso incontrolable que ella rechazaba y yo me veía obligado a reprimir.

Esa noche, aún dormido, sentí en mis sueños, pasos sigilosos y suaves junto a mi lado de la cama. En mi sueño se apareció un gato blanco y negro, de gran tamaño, que caminaba junto a mí. Dormido aún, me decía que estaba bien, porque era más blanco que negro; era, entonces, más bueno que malo y por lo tanto no era necesario despertar. Pero algo sucedía en mi mesita de velador. Soñé que alguien me dajaba el desayuno, con extremo cuidado, para no despertarme, por lo que yo me dije que era bueno dormir un ratito más. Entonces se encendió el relumbrón de la luz del velador. En lo muy profundo del pensamiento alcancé a sentir la urgencia de despertar, en el momento que el destello se volvió a apagar y se escuchó el estampido. Me incorporé sobrecogido y antes de encender la luz, vi el bulto caído junto a mi cama. Leididí había sacado la pistola que guardaba en mi velador y se había disparado un tiro en la frente, entre los ojos. Con extrema delicadeza, con el dedo meñique de la mano derecha, se rascó primero el lagrimal del ojo y luego el párpado superior. Esta actitud me convenció que estaba mintiendo.

Quisiera saber qué sintió, al ver que se había suicidado, más allá de la precisión del relato -le dije-. Quería que repitiera la historia, pero desde la emoción, no desde la acción. Sin mirarme, con la vista clavada en el suelo y las manos entrelazadas por los dedos, respondió casi en un susurro: Fue devastador. Arrastraba una culpa que había corroído, lentamente, toda mi vida y la de Leididí. Sólo era tolerable porque había salvado su vida el día del cataclismo. Ahora quedaba anulado porque no lo había evitado y más aún porque se había quitado la vida con mi arma. Ese descuido no tenía ningún perdón. Volvió a rascarse con delicadeza el lagrimal, con el meñique. Me pregunté: ¿Por qué miente? y más: ¿Cuál es la verdad?; ¿Qué ocurrió, en realidad?. Dije: ¿Por qué cree que se suicidó? Me miró sólo un instante, evasivo, y volvió a bajar la vista. Después de un buen rato, en que parecía buscar una respuesta aventuró: Bueno; por todo... por lo que ya le conté... ¿por qué más?: ¡Por eso! -terminó haciendo amago de mirarme a los ojos-. ¿Y por qué no lo intentó antes? -argumenté-. No lo sé -dijo con cierta exasperación- esas son las respuestas que vine a buscar. Iba a decirle que era mentira, que sólo buscaba ser absuelto y que yo no era quién para perdonar a nadie, pero me contuve. Preferí hacer un silencio y esperar su reacción. Después de mucho rato levantó los ojos y me miró. Dijo: Tal vez se dio cuenta que no tenía otra salida; o me delataba o se quitaba la vida; total, en realidad había muerto el día del terremoto.

Pensé que una niña no hacía una reflexión así. Me puse de pie y le dije: ¡Bien! Ya ha hecho la confesión que deseaba hacer. Si ha sido sincero con usted mismo no habría más que conversar. Si aún hay algo que deba confesar a su conciencia: Siempre estaré aquí. Me dirigí a la puerta y la abrí, para despedirlo. Entonces escondió la cara entre las manos y lo confesó todo.

Kepa Uriberri